20150601

Las palabras y el dibujo - Primera parte

Hablar me representaba enormes dificultades, a pesar de que comencé a leer muy fluido, mucho antes que mis compañeros de escuela. El claustro de las palabras me dio refugio, encontré que, además de leer, escribir era la mejor manera de expresarme. Mientras me maravillaba con "El escarabajo de oro", inicié esos garabateos, los primeros esbozos de relatos, pésimos (aún hoy lo son), pero que me daban una gran satisfacción: y al leer aquellas primeras ideas, supe que precisamente la mayor dificultad era darles forma, llevarlas al plano conceptual y comprensible, se convirtió en el problema a resolver, después transformar ese concepto en algo menos literal. En ese tiempo ya había caído en mis manos un viejo libro que se titulaba "Moby Dick".

Si confesara la edad que tenía cuando comencé a escribir, seguramente sería tildado de ridículo o soberbio, y si relatara el listado de libros que ya habían desfilado a través de mis noches, resultaría víctima del escarnio de aquellos que no leen o que lo consideran un acto de vanidad... aunque he de aceptarlo, en el fondo es un acto soberbio. Dickens me regaló un reflejo de situaciones que consideraba propias, quizá por ello la universalidad de las situaciones básicas del hombre: todos, sin importar nacionalidad o cultura, tenemos deseos, ambición, alegrías, grandes tristezas, nos hallamos inmersos en sociedades corruptas que alaban la virtud y cultivan el vicio.

Ante mis vanos intentos de conversar, mi ansia por plasmar me llevó a realizar dos actividades paralelas: además de escribir, comencé a dibujar. Si bien nunca destaqué en ambas, ellas me facilitaban un mejor tránsito a través de las épocas escolares. "Puedes leer ya de corrido ¡muy bien!" y recibí un regalo de una de mis profesoras: un libro de pastas duras, rojas y con letras doradas en la portada, con un grabado de Gustave Doré, no tuve el corazón de decirle que aquel libro ya lo había leído, que además había sido mi primer libro formal (no aquellos que tenían más ilustraciones que texto), había tomado ese libro de una estantería de mi tío Felipe, y durante varias noches no pude casi dormir por el deseo de saber qué pasaría en el siguiente capítulo ¿qué libro era? "20 mil leguas de viaje submarino", aún conservo aquel libro rojo y su dedicatoria, que mi profesora escribió en la portadilla. Recuerdo bien que entonces comencé a dibujar pulpos, peces, calamares, barcos y submarinos, que copiaba de una enciclopedia de Jacques Cousteau, hasta ese momento nunca me había preguntado por qué en una casa pobre habían tantos libros y tan variados.

Alguna vez recibí un regaño porque en una de las libretas, en lugar de una resumen de la biografía de fulanodetal, había un dibujo deforme de una gran ballena azul con un textito que relataba que aquél formidable animal era uno de los seres más grandes e impresionantes que alguna vez hubiese poblado los mares... tal vez el regaño había sido ganado no por faltar a los deberes escolares, sino por el pésimo dibujo. Así, el dibujo y la escritura se hicieron mis amigos, a falta de aquellos que se reducían a simples compañeros de aula. En los profundos estados de tristeza -muy fercuentes- tomaba el lápiz amarillo (que de tan mordido parecía un tótem) y hacía pequeños trazos, escribía, y así iban pasando las noches, pues el insomnio también era mi eterno compañero, después de ello (o antes), abría algún libro, invocando al sueño, que tardaba tanto en llegar.

Tenía permiso para hurgar en los libreros, la única restricción era la enciclopedia "México a través de los siglos", de cinco tomos enormes y pesados, aunque hubiese querido, eran demasiado pesados para mí... y estaban el la cima del librero más alto y grande de la casa. Julio Verne se hizo mi escritor preferido ¿a qué niño no le hubiese fascinado "La isla misteriosa"? Además era reecontrarse con el Capitán Nemo... o sentir un indescriptible nudo en las tripas cuando Miguel Strogoff sufre ante el recuerdo de su madre Marfa...

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